segunda-feira, 19 de junho de 2017

Las arrugas del tiempo y los otros dos.

Las arrugas del tiempo y los otros dos.



Librería El Ateneo. Buenos Aires.

Xavier salió del departamentito de un único ambiente en la Avenida Ipiranga 81, caminó unos 350 metros hasta la flamante estación de metro de la Plaza de la República. Estaba bastante adelantado para la primera clase e iba despacio; hizo la combinación con la línea azul en Praça da Sé, y se bajó en Vila Mariana.
Todavía faltaban unos cuarenta minutos para entrar al aula y decidió parar un rato y tomar un "pingado de café com leite" y un pan con manteca "na chapa". 
Se sentó en un banco alto al lado del mostrador, miró para atrás por el espejo y entonces lo vio. 

Era Israel Vilhas, igual, solo que treinta años mayor: envejecido, canoso y flaco, casi descarnado. A su lado, sentados los dos en una mesita del fondo oscuro del bar, un hombre que le pareció familiar: no más de un metro y setenta, pelo negro, unos 78 kilos, calvicie incipiente, tal vez 64 o 65 años, y bastante parecido a su padre. Esto lo intrigó casi tanto como verlo, así de golpe, al viejo Vilhas, tan envejecido que parecía un hombre de 90 años.
Tomó el café con leche despacio, se levantó y llevó el platito con el pan con manteca; y giró sin prisa, para ir directo a la mesita del fondo, donde estaban Israel Vilhas y el otro hombre, que tanto le recordaba a su padre. 
Ellos no lo vieron de inmediato, pero Xavier se sorprendió de nuevo, al notar que en realidad estaba en un escenario completamente diferente: mesitas de bar, sí, pero al fondo de un gran teatro, con las paredes llenas de libros, gente vestida de un modo más informal todavía, si se la comparaba con sus jóvenes amigos brasileños en aquel año de 1980. 
 
No, definitivamente el escenario del bar no solo no era el del "boteco" de la esquina de Domingos de Moraes con la Lins de Vasconcelos, ni siquiera era un escenario tropical y paulistano; era una librería porteña.

- Sí jovencito, estamos en Buenos Aires, en 2014 y apuesto que Ud. se llama Xavier, llegó hace muy poco a Brasil, da clases de inglés, y tiene un problema serio, antiguo, con este hombre que me acompaña, don Israel Vilhas- le largó de pronto, en un castellano cargado por el acento cordobés, el acompañante del viejo, acertándole en todo y dejándolo boquiabierto y casi mudo del susto.
- ¿Quién es Ud? ¿Acaso somos parientes?- se defendió Javier, intrigado y algo temeroso.
- Si le digo, Xavier, que su última residencia acá en Buenos Aires, en 1979, quedaba en Lomas del Mirador, ¿va a creerme que lo conozco casi tan bien como Ud. mismo se conoce?- insistía el hombre, y Vilhas los miraba a ambos con los ojos perdidos en un horizonte lejano, típica mirada de un viejo que sabe que la eternidad - o la nada- lo aguarda muy cerca, quizá a la vuelta de la próxima esquina.
- Digame, ¿somos de la misma familia?- tanteaba Xavier, mientras buscaba en la memoria la imagen de este hombre tan familiar, tan semejante a su propio padre.
- Te cuento, Xavier, y dejáme que te tutee, que al final yo soy vos dentro de 33 años- le larga el desconocido y a Xavier, jovencito de menos de treinta años, 70 kilos escasos, pelo y bigote negro, le cuesta reconocerse en este hombre gris, pesado y todavía con algunos rulos, pero casi calvo. Y se sienta para no caerse.
- Y vos, ¿qué hacés acá, Israel?- lo fulmina al viejo Vilhas con la mirada, cargada de un desprecio juvenil que mete miedo, el Xavier de 1980.
- Vine a despedirme de mi hermano; murió hace un par de años, y yo nunca me había atrevido a volver a la Argentina- confiesa el viejo, y la voz le sale desde el fondo de un cansancio casi secular, y Xavier - el joven- se ríe pensando en los que lo llamaban "testigo del siglo"...¡já, já!...pero si todos somos testigos de este siglo XX que parece que no se termina más.
-  Pero se terminó Xavier; y ya hace 14 años que empezó el siglo XXI, el de la falsa paz, el de la democracia limitada, el de la izquierda derrotada pero que se instala en el poder y gobierna con los antiguos métodos, y hasta con algunos de sus viejos enemigos mortales - le informa el viejo Xavier al Xavier joven, que lo mira estupefacto.
- Son las arrugas del tiempo, Xavier- le dice Israel Vilhas - no solo la piel de los viejos se llena de arrugas, también las líneas del tiempo se pliegan con el pasar de los años-.
- Si, y a veces ocurren superposiciones, como esta que ves ahora: vos y yo, la misma persona, con 33 años de distancia, una al frente de la otra- refuerza el Xavier viejo la teoría que el joven ya había oído alguna vez en conversaciones con Juancito y sus historias con Pedro Milesi y el general Líster.
- Tengo que dar una clase dentro de diez minutos en Vila Mariana, ¿dónde estoy?- dice el joven Xavier y se levanta para retirarse.
-Muy lejos amigo, en Buenos Aires, ya te dije. Pero no te preocupes, no creo que pierdas esa clase; cuando vuelvas a 1980 todo seguirá igual, ya vas a ver. Vamos, quiero mostrarte una cosa- y el viejo Vilhas se levanta de la mesa con dificultad, apoyado por un bastón de palo nudoso, pero ni el Xavier envejecido ni el joven hacen el menor esfuerzo por ayudarlo a caminar. Algunos vecinos de mesa los miran con un cierto espanto: ¿cómo puede ser que un hombre de casi 90 años no reciba apoyo del joven, por lo menos? Y un señor se levanta y se ofrece para acompañarlo hasta la salida.
Xavier joven y el viejo Xavier aprovechan para adelantarse, salen a la vereda de la avenida Santa Fe y se alejan un par de metros de El Ateneo. Pero el paso lento de Israel Vilhas, y una mirada suplicante, pidiéndoles ayuda, lo hace volverse al Xavier sesentón, que se acuerda de algo que leyó en los escritos de su amiga Alicita, que decía que no hay nada que se compare a confiar como sólo se confía en un compañero, o compañera, al que además se respeta; y se acuerda el Xavier viejo que con un compañero, más que con un amigo o amiga, se comparten objetivos que trascienden lo individual. 
- ¿Lo habrá entendido alguna vez el viejo Israel Vilhas?  como decía Alicia, ¿sabría lo que era abrazar, disfrutar, recorrer o recibir un cuerpo joven y sano al que, sin embargo, mañana podía arrebatar la cárcel o la muerte? ¿Se acordará el viejo aquello que sabíamos hace 35 o 40 años, que cada encuentro podría ser el último y que después podría venir la separación, tal vez para siempre? ¿Sentiría él que, como decía la amiga Stolkiner, en cada encuentro de camaradas, amigos revolucionarios o de la misma pareja, tratábamos de suspender el tiempo y olvidarnos de lo inmediato, porque era una jugada deslumbrante, con una intensidad máxima?
Xavier joven y su otro yo envejecido lo miraron al viejo, y la rabia del joven se desvaneció en pena; se disolvió el odio y el desprecio a la traición, como al Xavier maduro se le había vuelto difuso el horror inicial, 38 años atrás, ante la fuga, la huída cobarde y planeada, el desamor desencontrado del viejo Vilhas con tantos compañeros que lo querían y respetaban "con una intensidad máxima", inocente, tan típica de la entrega revolucionaria.
El viejo Israel Vilhas sube al taxi con una lentitud que representa años, décadas enteras de soledad, y tal vez de arrepentimiento. Entra y cierra la puerta del coche con una paciencia y resignación que son las que siguen a las tantas separaciones de siempre y para siempre, repetidas una y mil veces. 
Hace un gesto triste al pasar, que se parece con un saludo, un chau esperanzado de quién quiere volver a ver a un viejo camarada, y le pide perdón con la mirada; o quién sabe sea un adiós conformado, un empezar a perderse en las brumas de un pasado que ya no le pertenece, porque la traición a los compañeros, la deslealtad y la decepción no se pagan, no se compran ni se venden. Se pueden entender, pero no se perdonan.
- No Xavier- le dice el viejo a su joven otro yo, que sigue mudo, de cara ensombrecida, las cejas y labios apretados por el rencor. - No, ya no se acuerda el viejo Israel Vilhas de aquellas jugadas deslumbrantes, de una intensidad máxima, de las que habla Alicita, porque a la camaradería él la debe haber entendido como a la amistad de los viejos políticos burgueses, meros compinches, llenos de intereses y  de pequeñas conveniencias. ¿Beneficios o réditos?...eso era lo único en lo que no se podía pensar cuando hablábamos de amor, de sexo, o de camaradería. Era prohibido, porque éramos como los combatientes de la Compañía de Jesús, o los santos franciscanos, o los monjes del Tíbet. Por eso vos seguís siendo un puro Xaviercito, a los 30 años; y yo, con más del doble de tu edad, el mismo yo, ya no soy inmaculado como antes- dice el Xavier envejecido, y se le nubla la vista, se apoya en la pared en la esquina de Santa Fe y Aráoz, a una cuadra y media del conventillo en el que nacieron y vivieron, Xavier el joven hace 30 años, y el viejo Xavier hace 63.
Y la bruma fría del barrio chic porteño se ilumina; y desaparece la neblina y florecen los flamboyans y los ipês, y el ruido y los olores tropicales del barrio de Vila Mariana, en São Paulo, lo deslumbran al joven Xavier, que mira en el reloj de pulso, y ve que el tiempo corre, que faltan solo seis minutos para empezar las clases de inglés de su segundo grupo en el CCAA, que no puede atrasarse, y que la vida continúa, y la revolución sigue, como el viejo topo, por otros caminos, más sinuosos, pero siempre con un objetivo fijo en el horizonte.

"Cuando llegue a mi casa
besaré a nuestros hijos
¡y he de amarte tanto!
que nos envidiarán los muertos
que murieron de amor
porque amando vivieron"
                                                     
El Amor y los Amores

J. Villanueva, São Paulo, 16 de abril de 2012.

Referencias:
Luis Rubio Iribarren:
y
Alicia Stolkiner:  

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