sábado, 21 de outubro de 2017

Cielo de claraboyas. De Silvina Ocampo.

Imagen de Silvina Ocampo

Silvina Inocencia Ocampo - nacida en Buenos Aires el 21 de julio de 1903 y muerta el 14 de diciembre de 1993- fue una escritora, cuentista y poeta argentina. 
Su primer libro fue Viaje olvidado, de 1937, y el último Las repeticiones, publicado póstumamente en 2006. Durante gran parte de su vida, su figura fue opacada por las de su hermana Victoria, su marido, Adolfo Bioy Casares, y su amigo Jorge Luis Borges, pero con el tiempo su obra ha sido reconocida y pasó a ser considerada una autora fundamental de la literatura argentina del siglo xx.
Antes de afirmarse como escritora, S. Ocampo fue artista plástica.​ Estudió pintura y dibujo en París donde conoció, en 1920, a Fernand Léger y Giorgio de Chirico, precursores del surrealismo.​ Recibió, entre otros, el Premio Municipal de Literatura en 1954 y el Premio Nacional de Poesía en 1953 y 1962.
Durante la mayor parte de su carrera, la crítica argentina no reconoció el mérito de las obras de Ocampo. Debido en cierto punto a su relación con Jorge Luis Borges, sus cuentos fueron menospreciados por no ser "suficientemente borgeanos".​ 
Fue el culto a Borges y a su hermana Victoria Ocampo lo que no dejó que los críticos entendieran la originalidad formal y temática de sus cuentos.​ En cambio, los vieron como "un fracaso en su intento de copiar el estilo".​ 
Recién en la década de 1980, críticos y escritores empezaron a reconocer su talento y escribir sobre su legado.​ Fue reconocida en los Estados Unidos en 1983.​ Fueron los "representantes más conspicuos de la revista Sur los que intentan rescatar el acervo cuentístico de esta autora", entre ellos José Bianco, Sylvia Molloy y Enrique Pezzoni.

Cielo de claraboyas

Silvina Ocampo

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
Fin

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