terça-feira, 12 de dezembro de 2017

El argentino que se hizo querer de todos. Julio Cortázar visto por Gabriel García Márquez.

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El argentino que se hizo querer de todos. 

Julio Cortázar visto por Gabriel García Márquez.


Por Gabriel García Márquez
Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. 
A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en que momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible. 
Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de Mantequilla Nápoles. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. 
Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo. 
Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también las que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer. 
Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de Lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande. Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. 
Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. 
Años después, cuando ya éramos viejos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a si mismo en uno de los cuentos mejor acabados – El otro cielo -, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo. Cortázar lo describió así: “Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija. La cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y se rehúsa a dar el paso que lo devolverá a la vigilia.”. Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera percibido una interpelación semejante. 
Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con la que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez. 
Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. 
En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elogías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.

Tomado de “Manual de Cronopios”, Francisco J. Uriz. – Ediciones de la Torre ©1992

segunda-feira, 27 de novembro de 2017

La era de Carlos Fuentes


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Por Georgina García Gutiérrez Vélez
 La Era de Carlos Fuentes
Fallecido el 15 de mayo de 2012, el escritor mexicano Carlos Fuentes legó una obra amplia y ambiciosa a la que buscó agrupar bajo el concepto general de “La edad del tiempo”. ¿Qué significa esta operación de reordenamiento de una obra en curso? ¿Cuáles son las implicaciones de una etiqueta con que se integraban libros de cuentos y novelas escritos a lo largo de varias décadas?
¡Cómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, cómo te deslizas edad mía!            
¡Qué mudos pasos traes muerte fría,   
pues con callado pie todo lo igualas!  
FRANCISCO DE QUEVEDO

El tiempo que todo lo devora —revoluciones, políticos, burgueses— es capturado por el arte que sí sobrevive. México, el mundo, quedan en la novelística mestiza de Fuentes… El gran mural de Fuentes abarca más que el siglo XX y es indispensable para comprenderlo. La gran memoria mural es la respuesta creativa de Carlos Fuentes al reto del devorador implacable que no tiene edad.
GEORGINA GARCÍA GUTIÉRREZ VÉLEZ,
“México, arte y Revolución: la novela mural de Carlos Fuentes” (2010)
A MANERA DE PREÁMBULO: 
LA VIDA DE “LA EDAD DEL TIEMPO”
La mayoría de los libros de narrativa de Carlos Fuentes tiene una lista titulada “La edad del tiempo” que presenta sus novelas y volúmenes de cuentos. Apareció a mediados de la década de los años ochenta del siglo pasado y siguió acompañando sus obras durante 27 años, hasta Federico en su balcón. Esta novela póstuma, que salió en septiembre de 2012, cuatro meses después de la muerte del escritor, ocupa el último número de “La edad del tiempo”. Sobre el lugar de esta novela en la lista, Fuentes dejó instrucciones precisas a su editor Ramón Córdoba Alcaraz de ponerla en el XVI. Le agradezco a Ramón este dato serio y confiable, porque proviene de quien conoció muy de cerca el modo de trabajar de Carlos Fuentes.
“La edad del tiempo” aparece por primera vez en Gringo viejo (1985), editada por el Fondo de Cultura Económica. La incluirán los siguientes títulos publicados por la misma editorial: Cristóbal nonato (1987), Constancia y otras novelas para vírgenes (1990), La campaña (1990). Alfaguara la incorpora, definitivamente, a partir de El naranjo, o los círculos del tiempo (1993), cuando Fuentes empieza a publicar en esta casa. Por tanto, no se trataba de una colección, pues la noticia aparecía casi siempre, sin distingos de la editorial que sacara los volúmenes (en la segunda solapa, en la cuarta de forros). Me intrigaron las modificaciones constantes que podrían significar que Fuentes estaba al pendiente de “La edad del tiempo”, haciendo cambios, aumentando su numeración. Al darle seguimiento y comparar las diferencias, al “leer” entre sus líneas, me percaté de cómo se movía la vida de la literatura en manos de su creador: “La edad del tiempo” era otra de sus obras y algo más. Descubrí, poco a poco, que se trataba de un texto distinto, que decía muchas cosas sobre el Fuentes narrador y que permitía entrever la complejísima relación creativa que tenía con sus narraciones en general, no sólo con las enlistadas.1 En cierta forma, el examen de “La edad del tiempo”, quizás hizo posible atisbar, muy fugazmente, el proceso de creación de Fuentes.
Lo escrito aquí comunica el producto o resultados más recientes de una exploración que me ocupa desde hace varios años y que está en varios artículos y ensayos: la narrativa mural.2 También resumo otras exploraciones y retomo ideas que he ido formulando desde que empecé a estudiar la obra de Fuentes. Este ensayo condensa gran parte de mis escritos sobre Carlos Fuentes.
En uno de los homenajes post mortem que la UNAM hizo a Carlos Fuentes,3 sus amigos del medio siglo: Miguel Alemán Velasco, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Porfirio Muñoz Ledo, Sergio Pitol (su texto fue leído por Hernán Lara Zavala), evocaron a un Fuentes vivo, joven. Flotaba la idea de que Fuentes tuvo la fortuna de morir sin los estragos de la decadencia intelectual y física. Silvia Lemus confió: “murió lleno de vida…”. Había el consenso de que Carlos Fuentes partió inteligente y guapo como siempre. Las palabras atinadas de Porfirio Muñoz Ledo expresaron el sentimiento general: “Murió en el frente de batalla. No dejó un minuto de trabajar, de inventar y de viajar. Falleció por su vitalidad. Se fue envidiablemente joven, elegante e intacto”. 
Ahora comprendo la sabiduría de las evocaciones de ese día que ayudaron a enriquecer la experiencia del duelo de México por su gran escritor: Fuentes se fue a tiempo. Quizá fue afortunado porque no le tocó vivir el México cuya realidad supera las distopías y profecías apocalípticas con que advirtió, cada vez más alarmado, que el rumbo elegido llevaba a finales descritos en la Biblia,a la que tanto recurrió para narrarel principio y el fin del tiempo.Ya no atestiguó cómo el horror de nuestro Apocalipsis real rebasa la imaginación. Vivimos el futuro que predijeron sus novelas: el fin del tiempo. 
Por fortuna, no le tocó ver que diariamente despertamos y la pesadilla está allí. El México que Fuentes imaginó y recreó, murió con él, pero su obra sobrevive. La muerte clausuró un tiempo, el suyo: la “Era de Carlos Fuentes”.
1  Una nota con la descripción esquemática de “La edad del tiempo” o de su evolución, mero reporte de un ejercicio académico, no despejaría las inquietudes que me despertó el texto tan sugerente (aunque debí cumplir esa etapa preliminar, antes de escribir este ensayo). Afortunadamente, mis investigaciones sobre la obra de Carlos Fuentes me condujeron a “La edad del tiempo”. [Regreso]
2  Con gusto comprobé que la gran narrativa de Carlos Fuentes nace del muralismo mexicano. La nombré “novela mural” y empleo el término para todas sus narraciones sean o no de ficción —como El espejo enterrado—, pues el otro origen mexicano de su novelística es la llamada “novela de la Revolución Mexicana” que incluye todo tipo de discursos narrativos, no sólo el novelesco, igual que la narrativa mural de Fuentes. Conceptos como despliegue, totalidad, preservación, con sus variantes, que elaboré en el marco teórico de mi estudio de la narrativa mural de Fuentes, aparecen siempre en mis escritos. [Regreso]
3  En el Centro Cultural Universitario el 11 de noviembre de 2012, el día del cumpleaños del escritor. La Revista de la Universidad de México publicó sus textos pocos días después, en el número de diciembre. [Regreso]

sábado, 18 de novembro de 2017

Poesía Gallega Actual XOSÉ AZAR


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La autora de la reseña es la amiga Susana Diez de la Cortina Montemayor, filóloga, directora académica de AulaDiez español online (www.auladiez.com), y autora de numerosos libros de poesía y de enseñanza de español para extranjeros. Ya hemos publicado aquí algunas de sus muchas intervenciones, y esperamos publicar más. Gracias!


Poesía Gallega Actual  
XOSÉ AZAR: 
Vitalismo Inmanentista e Integración 

Memoria de la conferencia pronunciada por su editora, Elena Diez de la  Cortina, en el acto de homenaje en Madrid al poeta, escultor y filósofo  gallego el 16 de noviembre de 2017.
El pasado día 16 de noviembre tuvo lugar en Madrid un sentido homenaje al escritor, filósofo y  escultor Xosé Azar con motivo del primer aniversario de su muerte. Allí estuvieron su viuda y  también artista Carmen Lorente Valero, el coordinador de actividades culturales de la  Delegación de la Xunta de Galicia en Madrid, Ramón Jiménez Pérez, la escritora Pepa Nieto y la  filósofa y directora de la Editorial Manuscritos, Elena Diez de la Cortina. Los participantes  hicieron mención de las distintas facetas intelectuales del polifacético pensador y artista  gallego, con el emotivo final de una lectura, realizada por Carmen en lengua gallega, de la  poesía de su marido.

Una poesía que, como bien indicó Elena, editora de la poética rosaliniana  de Xosé Azari, contiene una profunda carga filosófica: “Pepe, además de un excelente poeta y  escritor, era también un magnífico artista y un filósofo muy original. En el trasiego de la edición  de su obra, nos fuimos haciendo buenos amigos y nos gustaba quedar, de vez en cuando, para  dar paseos por el campo mientras filosofábamos. En aquellos paseos me fui dando cuenta de  que Pepe, pese a su gran humildad, tenía ya elaborado todo un sistema filosófico propio.

Y no solo eso: lo tenía prácticamente escrito, a falta de un prólogo‐carta que me dedicó en 2011.  Me refiero a su obra Vida masculino/femenina que pueden ustedes consultar en su página  web: más de ochocientas páginas de buena filosofía”. En efecto, tal como indica el título y nos  señaló Elena, la Vida era para Xosé Azar la pregunta principal de la filosofía, ya que en el  mismo acto de nacer se encuentra la más trágica paradoja del ser humano: la separación de la  entraña materna, el desentrañamiento:

                     “La verdad más radical del ser humano es el  desentrañamiento primordial; de ahí deriva mucha infelicidad, pero también todo lo grandioso  que la humanidad hizo, sobre todo en las artes y en el espíritu”, nos dice el poeta en su obra  sobre Rosalía.

A partir de ahí Elena Diez de la Cortina fue engranado una ponencia en la que nos sintetizó  cómo para Azar el verdadero y primigenio paraíso del que fuimos expulsados no es sino la  madre, aquella plenitud de integración perdida con ella cuya nostalgia nos hace buscar una  nueva pertenencia, el ‘ser entrañables’ para alguien:

                        “Esa es la genuina vuelta a Ítaca de todos  nosotros”, nos resumía Elena, recordándonos que la palabra ‘nada’ en castellano procede de  ‘nata’, es decir, nacida, de ahí que “todo lo nacido llevará dentro de sí mismo su propio ‘no  ser’, su propia carcoma de la nada que lo va devorando y consumiendo desde el primer hasta  el último día”, de forma que, como seres desentrañados, desterrados del paraíso, nos  encontramos en pleno desasosiego en este siglo XXI que algunos llaman  el “siglo del  nihilismo”. 

Pero precisamente – nos recuerda certeramente Elena‐ la palabra ‘nihilismo’ viene  de ‘ne‐hilum’, es decir, sin hilo, sin ese cordón umbilical que es el engarce relacional de todo lo  viviente: “vivir es encontrar, retomar el hilo perdido, restituir aquello que nos integra pese a  las diferencias, permitirnos nuevos y genuinos entrañamientos con los que nos rodean, con el  mundo, con la naturaleza”. Y terminó Elena Diez de la Cortina citando textualmente unos  párrafos de la carta‐prólogo que Xosé Azar le había dedicado, y que van aquí transcritos a  continuación: 

                  «No hay un espíritu que llegue de fuera y nos llene de sí, Dios no viene activo a nosotros, pasivos; no existe si nosotros no lo hacemos, es un niñito al que damos a luz; el deísmo es  pasividad.  Tampoco viene de los demás y tú te dejas conducir dócilmente; tienes que ponerte tú a arder  igual que ellos, de lo contrario no serás más que un madero muerto, por mucho que los otros  se quemen… Mi totalidad no es la misma que la de los demás comulgantes porque nace en mí;  y lo es porque está tejida con ellos, como una llamarada de una hoguera hecha de diferentes  llamas; estando yo solo no nace, tenemos que estar juntos, la hacemos nacer entre todos, es  trabajo común… Ese todo que contribuimos a formar es la Vida en su mayor gloria.  Ella no nos hace a nosotros: nosotros la hacemos a ella y cesa cuando la comunión acaba.  La Vida es los vivientes, se reparte en nosotros, no guarda nada para sí, más que una madre». 

Susana Diez de la Cortina Montemayor  Noviembre de 2017  
    
Véase la obra de Xosé Azar “Rosalía erótica y existencial, 50 poemas esenciales”, publicada  en 2010 por la Editorial  Manuscritos. 

sábado, 28 de outubro de 2017

Cortázar, la Belle de Jour y la Maga.




La Belle de Jour y la Maga.

Ya ves, 
nada es serio ni digno de que se tome en cuenta,
nos hicimos jugando todo el mal necesario,
ya ves, no es una carta esto,
nos dimos esa miel de la noche, los bares,
el placer boca abajo, los cigarrillos turbios
cuando en el cielo raso tiembla la luz del alba,
ya ves
Julio Cortázar

Julito había pasado más de cuatro horas vagando por las callecitas aledañas a la playa de Boa Viagem cuando la vio; se acuerda todavía de la muchacha bonita, una chica luminosa en el medio de la tarde, paseando sin prisas, un domingo azul. ¿Sería Belle de Jour la de la playa de Boa Viagem? 

A ella –a la que Julito llamó de inmediato “la bella de la tarde”- el poeta no le causó gran impresión. La cara ancha y los ojos separados, como los de un bovino; su aspecto de niño malvado y, en fin, la edad indefinida del escritor, no fueron elementos que pudieran encantar a la linda mujer vestida de azul.

Pero Julito, no; él la vio y pensó que era la niña más linda de toda la ciudad de Recife, y que sus ojos azules eran como la tarde suave en aquel paisaje playero, cercado de palmeras. Y hasta la rambla y la gran barrera de arrecifes de coral y sus piletas naturales, todo, todo combinaba con la visión angelical de aquella linda mujer.  

Mientras tanto, Zé Ramalho y la Maga todavía se buscaban por las calles cercanas a los jardines de Luxemburgo, y se perdían entre las mesas de las librerías del Barrio Latino, en los bares Boul'Mich y Old Navy, o el Quai de Jemmapes.

Pero fue exactamente en una droguería de la estación Saint-Lazare que Zé se encontro de cara con la Maga. No hablaron mucho, apenas lo suficiente para que Zé quedase completamente encantado, y la siguiera más tarde, desde el muelle de Conti hasta las puertas del cementerio de Montparnasse, donde Muñeca Sánchez se encontró un atardecer cualquiera con Julio Cortázar.

Zé Ramalho y la Maga, igual que Cortázar y la Belle de Jour –me fui dando cuenta después, con el pasar de los años y la llegada inexorable y despiadada de la vejez- no son más que meras fantasías románticas que la imaginación del pintor lleva a su paleta, para darle más color a las letras pobres del escritor. La Belle de Jour -toda de azul, pelo rubio oscuro, ojos combinando con el vestido- era la ficción de amor que Julito había soñado noches enteras en su departamentito parisino desde su legada hasta los años setanta. Y la había hecho concreta en una playa de Recife, en los trópicos brasileños.

Zé persigue a la Maga hasta la rue Monge, la espía disimuladamente, sentado en la boulangerie, especula que es allí que se ha instalado su musa, en la famosa rue Monge, la misma en la que aparecieron, cien años atrás, parte de los restos de las Arenas de Lutecia, el último vestigio aún visible del paso de los romanos por la antigua París, antes llamada Lutecia.  

-Las ciudades son siempre mujeres para mí, mi relación con ellas ha sido siempre la de un hombre con una mujer- le dice Zé Ramalho a Cortázar, que la mira embelezado a Belle de Jour, que se ha hecho amiga de la Maga, que se le escapa a Zé.

- Supongo que buscamos algo así, pero casi siempre nos estafan o estafamos. París es un gran amor a ciegas, todos estamos perdidamente enamorados, pero hay algo verde, una especie de musgo, qué sé yo- le contesta la Maga a Zé Ramalho, que se acuerda de Recife y de la Belle de Jour, que se olvida del poeta argentino, que recuerda que en realidad, él está perdidamente enamorado de la Maga.

Fin

Javier Villanueva. São Paulo, 8 de Julio de 2013.

terça-feira, 24 de outubro de 2017

Los Afrikaners en la Patagonia argentina




Los Afrikaners o Bóers en la Patagonia argentina


Un día helado, el 4 de junio de 1902, un grupo de hombres y mujeres desembarcaron en Comodoro Rivadavia, en plena Patagonia argentina, en busca de trabajo y de paz. 
En 1903, 1905 y 1907 llegaron al país contingentes todavía más numerosos que provenían en su gran mayoría del Transvaal y del Estado Libre de Orange, en África do Sul. 
Esos grupos de pioneros se distribuyeron en diversas ciudades de la provincia patagónica de Chubut. (JV)

Los Afrikáners en la Patagonia argentina

La inmigración sudafricana en Argentina, conocida como la Colonización Bóer en Argentina, fue el asentamiento de diversas familias provenientes de la República de Sudáfrica en el sur patagónico argentino. El proceso de colonización empezó el 4 de junio de 1902 y  las principales localidades donde se establecieron fueron: Comodoro Rivadavia, Manantiales Behr, Puerto Visser, Pampa Salamanca, Pampa del Castillo, Escalante, Cañadón Baumann, Pastos Blancos, Río Chico, Sarmiento, Bahía Bustamante, entre varias otras.
Los representantes de la comunidad de descendientes de sudafricanos boers – o Afrikáners- en Comodoro Rivadavia, cuentan que cuando sus antepasados llegaron a esa localidad no había más que 40 casas, y un poco más de cien habitantes. No había puerto, por lo que el barco tuvo que atracar mar adentro, desembarcando a los pasajeros en lanchones, "y hasta una vaca trajeron que les regalaron en Buenos Aires”, repiten con orgullo.
La Prefectura Naval y la Gendarmería les prestaron carpas a las familias boers para alojarse pero no había agua y la poca que había, se vendía. 
Esos 600 colonos bóers eran a su vez a su vez descendientes de los primeros colonos neerlandeses y franceses venidos de Holanda, y que se habían asentado en Sudáfrica desde finales del siglo XVII, a los que también se los conocía como afrikáners.
Provenían en su mayoría del Transvaal y el Estado Libre de Orange, que luego de una cruenta guerra de resistencia, de lucha guerrillera y popular, habían sido dominados por el Imperio Británico en la llamada Guerra Anglo-Bóer.
Para migrar hacia la Patagonia Argentina, la comunidad de colonos envió a dos representantes hacia Comodoro Rivadavia, provincia de Chubut, para gestionar su establecimiento, y fueron recibidos por Francisco Pietrobelli, quién los llevó a recorrer la región, de modo de poder pedir enseguida tierras al gobierno. 

Los 600 pioneros llegaron en barcos cargueros de bandera inglesa, con carros de bueyes propios, traidos de África, y las mulas y carpas que el gobierno argentino les facilitó. La entrega de tierras fue autorizada por el entonces presidente Julio A. Roca, el mismo general que comandó las tropas que desalojaron a las naciones Tehuelche, Mapuche y Pampas de sus territórios patagónicos en 1978. Su Ministro de Agricultura, Wenceslao Escalante, fue homenajeado con el nombre de la colonia y luego con el del departamento donde los boers se ubicaron inicialmente.

Motivos de la emigración de África y de la inmigración hacia la Patagonia

Gran parte de la migración de bóers  - o afrikaners- hacia la Patagonia argentina se debía a las atrocidades sufridas por esos pueblos, descendientes de holandeses, alemanes y franceses (hugonotes huídos de las guerras religiosas) en manos de las tropas británicas.
Muchos de los familiares de los colonos habían muerto en los combates, o morirían más tarde en los campos de concentración británicos, durante la Segunda Guerra Anglo-Bóer. 
Los diversos contingentes fueron llegando al sur argentino, vía Buenos Aires, en 1902, 1903, 1905 y 1907. En los años de 1910, casi la mitad de los colonos bóers terminaron volviendo a sus países o estado natales en África, debido a la creación de la Unión Sudafricana por parte de las autoridades coloniales inglesas.

Entre las muchas familias que llegaron en aquellos tiempos estaban los pioneiros Dickason, Baumann, Coulter, du Plessis, Visser, Verwey, Weber, Fillmore, Palmer, Behr, Van Wyk, Viljoen, Vorster, Myburg, Botha, Venter, Kruger, Norval, Louw, Henning, Kock, Coetzee, Viviers, Cook, Blackie, Grimbeck, de Bruyn, van Zyl, van Vuuren, por citar algunas. Y finalmente, en 1903, nació el primer "bóer-argentino", hijo del estanciero Coulter; en 1904 se realizó el primer casamento em suelo patagón.

La saga de una nacionalidad errante

Los bóers eran en sus orígenes una comunidad con raíces alemanas, francesas y holandesas que habitaban la costa africana al sur del continente. Por causa de los crecientes conclictos con las tribus nativas y del avance inglês, fueron extendiéndose hacia el sudeste africano.
Cuando les llegó la invitación argentina para poblar la Patagonia recientemente sacada del control de las tribos autóctonas, hacía poco más de un año que había nacido la ciudad de Comodoro Rivadavia, con una media docena de casas, un telégrafo, algunos pocos galpones y un almacén.
La soledad y la aridez del suelo patagónico no los asustó. El Gobierno les había destinado tierras, lo que según el decreto del 28 de abril de 1902 era para “para radicar a un grupo de colonos laboriosos”. Cada uno de los bóers inmigrantes recibió gratuitamente 625 has. con el compromiso de trabajarlas, hacerlas producir y lograr la carta de ciudadanía al cabo de 2 años.


Vea también, en lengua inglesa, el reportaje al último Bóer de la Patagonia:
https://mg.co.za/article/2011-02-04-the-last-boers-of-patagonia/
http://iluvsa.blogspot.com.br/2009/08/argentinian-boers-oldest-boer-diaspora.html

2ª parte
Bóers o afrikaners en la Patagonia.
La saga de una nacionalidad errante

El 6 de Junio de 1902 llegan los Afrikaners – o Bóers- a la naciente ciudad de Comodoro Rivadavia, en la Patagonia argentina, y los recibe don Francisco Pietrobelli, el mismo que fundara antes la Colonia Sarmiento.

Las dificultades eran muchísimas, pero aquellos primeros colonos tenían una fortaleza física y espiritual enorme. Y a finales de 1903 vuelve el pioneiro Conrado Visser a su primitivo hogar sudafricano a buscar más compatriotas y esta vez ya son otras 30 familias, y casi un centenar de personas se embarcan con destino a la lejana Patagonia, instalándose al llegar en el Lago Munster, cerca de Sarmiento, proponiéndose volverse finos ganaderos al más corto plazo.

Y ya hacia finales de 1905 llegó al sur argentino la tercera ola de colonos bóers, nuevamente por la negociación e intermediación de Conrado Visser y de Martín Vinter. Esa vez fueron otros 300 colonos, que se instalaron a orillas del Río Chico, y en las colonias Sarmiento y Escalante.
De a poco los pioneiros bóers iban escribiendo sus páginas de trabajo y de tesón en la historia patagónica argentina. Aprendieron a luchar contra la adversidad en un clima diametralmente diferente al del sudafricano, tan severo y temperamental. Sufrían con los alimentos, que siempre les llegaban tarde desde Buenos Aires. Pero aunque los vientos castigaban con rigor sus moradas frágiles, en la lejana Patagonia disfrutaban de una libertad religiosa que les era difícil en el continente africano ante la intransigencia de los colonialisras ingleses; renacían los bóers en la Patagonia  al gozar del respeto de los ciudadanos sureños, de la confraternidad nacida en la lidia cotidoana del campesino. Al fin y al cabo, bóer en la lengua afrikaner no significa otra cosa sino labrador, trabajador de la tierra.

Cuando el agua escaseaba fue outro pioneiro afrikaner, Behr, el gran baqueano que descubrió una nueva fuente en la localidad hoy conocida como “Los Manantiales”.

Y en 1904, fue otra vez el baqueano descubridor del agua el que hiciera el primer registro de una niña bóer, María Inés Behr, primogénita del pionero Francisco Behr.
El primer sacerdote salesiano de la comunidade africaner fue Jorge Cristian Behr, otro pioneiro en el arte bóer de abrigarse en la religión – esta vez la católica- para escabullirle a los prejuicios y a la discriminación. Todos ellos, ante aquella inmensidad semidespoblada que fueron a encarar, soñaron y lograron producir un fabuloso trasplante de seres humanos.

La genética de los eternos migrantes

En 1700 se intensifica la expansión de la colonia holandesa iniciada un par de décadas antes, hacia el interior africano, y en un movimento continuo hasta ya bien entrado el siglo XIX, en que  se alcanzaron los límites actuales del território bóer en  Sudáfrica.
El gobernador Willem Adriaan Van der Stel, hijo de Simón, que fuera el fundador de la primera población interior llamada Stellenbosch, es destituído en 1707 de su cargo por los granjeros de la población, amenazados con la debacle económica causada por la monopolización del mercado. Los colonos empezaron a llamarse a si mismos "afrikaners" - o "bóers", como sinónimo-, un término que había usado despectivamente el gobernador Van der Stel para denominar a sus enemigos.
Hacia 1710 la colonia sudafricana había crecido mucho, y algunos integrantes de los grupos pioneiros querían buscar tierras mejores; para ello se lanzaron a explorar la región al este del Cabo africano, recorriendo las sendas abiertas por los cazadores y traficantes de ganado. Viajaban con sus familias en grandes carros tirados por bueyes, cubiertos con lonas, que les servían como hogares transhumantes durante el arreo de sus ganados.
Los blancos en su expansión hacia el este chocaron en 1770 por primera vez con los pueblos bantúes a orillas del río Great Fish, que se convirtió en frontera entre los colonos europeos y los nativos durante un largo período.

Hasta 1795 la organización central del gobierno local  permaneció en el poder de funcionarios de la Compañía  Holandesa de las Indias Orientales. Y fue hasta 1779 que los ganaderos ocuparon libremente más y más tierras en dirección al este y al norte, en un radio de 800 kilómetros de la Ciudad del Cabo, con granjas de hasta 3 mil hectáreas que arrendaban al gobierno.
La primera guerra (de las que hubo nueve en un mismo siglo) entre los ganaderos blancos y negros en la zona del Great Fish ocurrió entre 1779 y 1780, y fue seguida entre los años de 1795 y 1803    por la primera ocupación británica del Cabo.

El Tratado de Amiens, de 1803 a 1806, devuelve el Cabo a los holandeses, y es gobernado por la república de Batavia -nuevo nombre de Holanda bajo el dominio de Napoleón.
La segunda ocupación británica temporaria del Cabo se desarrolla entre 1806 y 1807, a la espera de un resultado victorioso de la guerra contra Napoleón.
 Al convertirse los Países Bajos en un estado satélite de Francia, en 1814 las tropas británicas atacaron la Colonia del Cabo que se incorporó definitivamente al Imperio Británico en ese mismo año. Las autoridades coloniales atrajeron a nuevos grupos de ciudadanos ingleses e intentaron "britanizar" a los afrikaners.
Además, por médio de un convenio, Holanda cedió en 1815 a los barcos de su Majestad británica el derecho de colonizar la costa africana, dejando a los bóers aun más a merced de las arbitrariedades de las autoridades inglesas.

En 1815 Shaka se convierte en el nuevo jefe de los nativos zulúes, y en 1834 salen las primeras expediciones del Cabo hacia el interior. La abolición de la esclavitud se decreta en 1836, y la Ley de Castigosdel Cabo de Buena Esperanza extiende el dominio británico a los voortrekkers. En esa misma época, el pueblo matabele es derrotado por los voortrekkers en la batalla de Vegkop.

Groot Trek - o La Gran Travesía

La Gran Marcha – o Travesía- de los granjeros bóers fue un movimiento voluntario de miles de hombres y mujeres (voortrekkers) que abandonaban sus hogares en sus carros de bueyes, y con un gran sacrificio personal, trataron de alejarse tanto como les fuera posible de la prepotência colonialista del gobierno británico del Cabo, bajo cuyo régimen los descendientes de holandeses y alemanes no tenían ningún futuro.
En 1841 el gobierno británico de El Cabo había rodeado y controlado al bloque de tribus bantú entre las montañas de Basutolandia - Lesotho- y el Océano Indico, hasta el río Umtamvuna, frontera sur de la que ansiaban ver como futura colonia británica de Natal.
En 1843 Natal es proclamada colonia britânica; y las dos repúblicas bóer, Transvaal y Orange, ambas poco pobladas y con economía pastoril, establecieron en 1850 un mecanismo básico de gobierno.
Después de 1850, a causa de la inmigración  británica, Natal quedó convertida en una colonia  mayoritariamente inglesa, con una mínima población blanca y otra, predominante, de nativos bantúes.
En 1852 Gran Bretaña reconoce la independencia deTransvaal, y dos años después se funda la república delEstado libre de Orange. Entre 1857 y 1859 ocurrieron los primeros avances, que enseguida se frustraron, hacia una federación entre las nuevas repúblicas.

La llegada de la primera mano de obra contratada de la India británica se produce en 1860, con destino a sus plantaciones azucareras. De los 152 mil hindúes que llegaron a Natal, la mitad prefiere permanecer en Sudáfrica y no volver más a la India.
En 1869 se descubren diamantes cerca de Kimberley, y cerca de 10 mil buscadores de piedras preciosas llegan en 1870 al río Vaal. Miles de trabajadores emigran de Kimberley.
Gran Bretaña se anexa en 1871 a Griqualand del Oeste, incluyendo las minas de diamantes de Kimberley.
A partir de 1875 cambió la política británica con la intención de federar Sudáfrica y todos los métodos diplomáticos fallaron.


Argentina, de 1875 a 1904

Para el gobierno argentino de las décadas de 1870 y 1880, la idea de "suprimir la frontera interior" significaba extender la soberanía del estado sobre el territorio hasta los límites políticos, someter a los nativos rebeldes, ocupar toda la región sur con población blanca, preferentemente inmigrantes recientes y colocarla al servicio de la producción, tal y como lo expresó el presidente Avellaneda a Adolfo Alsina, Ministro de Guerra y Marina, en respuesta a su proyecto de extender la frontera hacia el sur patagónico.

En consecuencia, en 1876 Argentina sanciona la Ley de Colonización o "Ley Avellaneda", que reglamentó la ocupación y la apropiación del suelo por casi 60 años. Esa nueva ley autorizaba varios sistemas de colonización. Fijaba el tamaño mínimo y máximo de las parcelas de tierras públicas a vender – de 25 a 400 hectáreas cada una- así como la extensión de las colonias - 40.000 hectáreas- y la cantidad de familias que en ellas se radicarían. Era también una ley que tenía en su horizonte la tan esperada  inmigración europea blanca.

El General Julio A. Roca es nombrado en 1877 Ministro de Guerra ante el fallecimiento de Alsina, y se completa el cerco final contra las naciones Tehuelche, Mapuche y Pampas em la Patagonia argentina, al mismo tempo que, en Sudáfrica, Gran Bretaña anexa el Transvaal.

Hacia 1880 el gobierno porteño en Argentina había conquistado 15.000 leguas y sometido a 14.000 nativos. Mientras tanto, y después de la derrota británica de 1881 en Majuba, Transvaal recupera parcialmente su independencia.

La saga bóer puede parecer pequeña si se compara a los números totales de la inmigración hacia Argentina en los siglos XIX y XX. Entre 1882 y 1889 ingresaron a la Argentina más de medio millón de inmigrantes, y es a ellos que se trata de incorporar con la ley del 10 de octubre de 1882, que divide el llamado gran “territorio nacional” en nueve gobernaciones, las del sur con asiento en General Acha (La Pampa), Chos Malal (Neuquén), Viedma - separada de la provincia de Buenos Aires- (Río Negro), Madryn (Chubut), Santa Cruz (Santa Cruz), Ushuaia (Tierra del Fuego). 

Javier Villanueva. Abril de 2017

sábado, 21 de outubro de 2017

Cielo de claraboyas. De Silvina Ocampo.

Imagen de Silvina Ocampo

Silvina Inocencia Ocampo - nacida en Buenos Aires el 21 de julio de 1903 y muerta el 14 de diciembre de 1993- fue una escritora, cuentista y poeta argentina. 
Su primer libro fue Viaje olvidado, de 1937, y el último Las repeticiones, publicado póstumamente en 2006. Durante gran parte de su vida, su figura fue opacada por las de su hermana Victoria, su marido, Adolfo Bioy Casares, y su amigo Jorge Luis Borges, pero con el tiempo su obra ha sido reconocida y pasó a ser considerada una autora fundamental de la literatura argentina del siglo xx.
Antes de afirmarse como escritora, S. Ocampo fue artista plástica.​ Estudió pintura y dibujo en París donde conoció, en 1920, a Fernand Léger y Giorgio de Chirico, precursores del surrealismo.​ Recibió, entre otros, el Premio Municipal de Literatura en 1954 y el Premio Nacional de Poesía en 1953 y 1962.
Durante la mayor parte de su carrera, la crítica argentina no reconoció el mérito de las obras de Ocampo. Debido en cierto punto a su relación con Jorge Luis Borges, sus cuentos fueron menospreciados por no ser "suficientemente borgeanos".​ 
Fue el culto a Borges y a su hermana Victoria Ocampo lo que no dejó que los críticos entendieran la originalidad formal y temática de sus cuentos.​ En cambio, los vieron como "un fracaso en su intento de copiar el estilo".​ 
Recién en la década de 1980, críticos y escritores empezaron a reconocer su talento y escribir sobre su legado.​ Fue reconocida en los Estados Unidos en 1983.​ Fueron los "representantes más conspicuos de la revista Sur los que intentan rescatar el acervo cuentístico de esta autora", entre ellos José Bianco, Sylvia Molloy y Enrique Pezzoni.

Cielo de claraboyas

Silvina Ocampo

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
Fin

terça-feira, 17 de outubro de 2017

¿Un poco de literatura? hoy, Azorín

¿Un poco de literatura? hoy, Azorín.


AZORÍN

Alicante, 1873 - Madrid, 1967

Ensayista, novelista, autor de teatro y crítico, José Martínez Ruiz, nació en Alicante, España. Trabajó activamente en política al principio de su carrera, que fueron años marcados por una sensibilidad de carácter anarquista y sus primeros títulos respondían a esa ideología: Notas sociales (1896), Pecuchet demagogo (1898).
Fue uno de los escritores que a inicios del siglo XX luchó por el renacimiento de la literatura española, y fue el propio José Martínez Ruiz – más conocido como Azorín– quien bautizó al grupo con el nombre de “Generación del 98”, que es como se lo conoce en la actualidad.
Durante esos primeros años viajó intensamente por la meseta castellana, para conocer su paisaje y también la situación social de sus gentes, que era de extrema miseria. Compartió con Pío Baroja una viva admiración por Nietzsche, así como por otras doctrinas de carácter revolucionario. El tema que domina sus escritos de la época es la eternidad y la continuidad, y su símbolo, las costumbres ancestrales de los campesinos. Tuvo el reconocimiento de la crítica por sus ensayos, entre los que se destacan “El alma castellana” (1900), “Los pueblos” (1904) y “Castilla” (1912).
Pero se conoce mejor a Azorín sobre todo por sus novelas autobiográficas “La Voluntad” (1902), “Antonio Azorín” (1903) y “Las confesiones de un pequeño filósofo” (1904).
Azorín llevó un estilo nuevo y vigoroso a la prosa española. Su obra se destaca por la sagaz crítica literaria de sus textos “Los valores literários” (1913) y “Al margen de los clásicos” (1915). Máximo representante de la “Generación del 98”, movimiento literario que él definió, conceptualizó y defendió. 

Veamos algunos trechos de sus obras:
Fragmento del cuento “El abuelo”

La família habla del abuelo Juan.
- ¿Papá? – pregunta uno de los niños – ¿Dices que él estuvo en Londres?
- Sí – contesta  el padre – Tú eras muy pequeñito y Clara María no había nacido aún.
- Pero yo, le he oído contar a mamá muchas cosas de él – dice Clara María.
- Era un viejecito todo afeitado, pulcro, sencillo – dice el padre. – No tenía más amor que la limpeza los libros.
- Y le gustaban los árboles. ¿Tú te acuerdas del huerto que había en la casa?
- Yo no me acuerdo – dice Clara María.
- Detrás de la casa había un huerto muy grande. Siempre se llevaba un libro y se ponía a leer debajo de un árbol. Había en el huerto muchas higueras, muchos rosales, muchos laureles.
- Y un ciprés – dice Pedro Antonio.
- Es verdade; un ciprés muy alto, rígido, negro. El abuelo Juan queria mucho a este ciprés; él decía que era como el símbolo del tempo, de la eternidad, y que mientras todo cambiaba y todos los árboles se deshojaban a su alrededor, él solo permanecia siempre igual, rígido, inmóvil.
- ¿Y había muchas rosas? – observa Clara María.
- Muchas, rosas rojas, amarillas, blancas.

José Martínez Ruiz

Fragmento de Castilla

"No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla. Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas; de estos barrancales pedregosos; de estos terrazgos rojizos, en que los aluviones torrenciales han abierto hondas mellas; mansos alcores y terreros, desde donde se divisa un caminito que va en zigzag hasta un riachuelo. Las auras marinas no llegan hasta esos poblados pardos de casuchas deleznables, que tienen un bosquecillo de chopos junto al ejido. Desde la ventana de este sobrado, en lo alto de la casa, no se ve la extensión azul y vagarosa; se columbra allá en una colina con los cipreses rígidos, negros, a los lados, que destacan sobre el cielo límpido. A esta olmeda que se abre a la salida de la vieja ciudad no llega el rumor rítmico y ronco del oleaje; llega en el silencio de la mañana, en la paz azul del mediodía, el cacareo metálico, largo, de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería. Estos labriegos secos, de faces polvorientas, cetrinas, no contemplan el mar; ven la llanada de las mieses, miran sin verla la largura monótona de los surcos en los bancales. Estas viejecitas de luto, con sus manos pajizas, sarmentosas, no encienden cuando llega el crepúsculo una luz ante la imagen de una Virgen que vela por los que salen en las barcas; van por las callejas pinas y tortuosas a las novenas, miran al cielo en los días borrascosos y piden, juntando sus manos, no que se aplaquen las olas, sino que las nubes no despidan granizos asoladores.”

Javier Villanueva. São Paulo, agosto de 2011