terça-feira, 12 de abril de 2016

Breve glosario etimológico de palabras hebreas en el español



Podríamos imaginar el viaje de las palabras como el de las semillas o las esporas al viento. El mismo azar, el mismo agrumarse aquí y allí en estrechos remolinos, para después disiparse y depositar su peso exacto en nuevas tierras. Hay algo hermoso y poderoso en cada palabra que pronunciamos: por más de que generaciones de gramáticos hayan tratado de sujetar su sustancia impalpable, de distinguir la norma de los desvíos, no existe en la historia de las palabras la distinción entre acierto y error, amenaza y resguardo, pureza e impuridad. Están siempre expuestas, las palabras. Se adecúan a espacios y tiempos dispares, dejándose moldear por los equívocos, las incomprensiones, la diáspora del sentido y de la forma por entre las enramadas de la lengua. En su cuerpo centenario, la etimología rastrea las trazas de los encuentros, las disyunciones, las transformaciones y las omisiones que hacen parte de su historia.

Recogemos aquí un puñado de palabras españolas de origen hebreo, aquéllas que consideramos de mayor interés sea para el lector hispanohablante conocedor del hebreo, que para el que no se haya iniciado en esta lengua. La influencia hebrea en el español es seguramente minoritaria respecto a otros idiomas. Pertenece, casi sin excepciones, al ámbito de la liturgia cristiana heredada de la judía. Pero no sólo. Y es éste quizás el hallazgo más significativo con que podrá toparse el lector al recorrer los términos que componen nuestro breve glosario. La influencia del hebreo es una influencia antiquísima, casi primigenia, que se extiende a palabras tan arcaicas como los primeros trazos de escritura occidental. Está enraizada en términos sorprendentemente comunes, tan usados que podrían parecer carentes de otros acentos distintos a los de nuestro idioma. Ir en busca del hueso de las palabras, descubrir su más íntima conexión con el mundo remoto en donde fueron pronunciadas por primera vez, nos restituye una renovada sorpresa frente a la lengua, que esperamos pueda contagiar también al lector.

Aleluya: Es hebrea esta expresión de júbilo. El latín tardío alleluia derivó del griego allēloúia, y éste, a su vez, del hebreo hallĕlūyāh, que es una invitación a alabar la gloria divina. Hallĕlū es la segunda persona plural del imperativo hallēl, “alabar”, y yāh es, como el lector podrá inmediatamente observar, la forma abreviada de Y-veh.

Alfabeto: Como ocurre con el inicio reconocible de una canción, la palabraalfabeto, al igual que abecedario, convoca, con las primeras notas conocidas, la larga cantilena de sonidos de la lengua. En a-be-ce-d-ariofueron ensartadas las primeras cuatro letras del sistema de escritura latino, mientras que en alfa-beto bastaron dos, de origen griego, para designar el ágil repertorio de signos ordenados de la lengua. Pero si es más conocida la etimología, primero latina tardía (alphabetum) y más antiguamente griega (alphábētos), de alfabeto, poco se sabe, por lo general, sobre la proveniencia hebrea de los primeros grafos helénicos. La letra alpha (α) fue adquirida del alfabeto canaanita de la edad de Bronce, en el cual el grafo A, que representaba el sonido /a/, era el pictograma que a su vez designaba el buey, āleph, animal cuyo nombre iniciaba por el mismo sonido. Trazas de esta proveniencia se pueden observar aún hoy en la similitud de nuestra A mayúscula con la cabeza estilizada de un buey, al posicionar su vértice hacia abajo. La segunda letra de dicho alfabeto utilizaba el mismo mecanismo: el pictograma de beth (en hebreo forma constructa de bayith), indicaba no sólo “casa” sino también su letra inicial, /b/, que se convertiría para los griegos en beta (β). Otros 20 signos, con sus respectivos objetos, se sucedían en el más antiguo de los alfabetos occidentales: camello, puerta, ventana, anzuelo, arma, muro, rueda, mano, palma de la mano, agua, serpiente, pescado, ojo, boca, cazar, mono, cabeza, diente, marca. A partir de este sencillo universo de objetos, animales y partes del cuerpo, se originaron los signos del hebreo moderno, el fenicio, el griego, el gótico, el copto, el armenio, el georgiano, el albanés, el eslavo (glagolítico y cirílico), el etrusco y el latino. Poco a poco, la conexión de cada pictograma con el mundo en donde fue utilizado por primera vez se fue desvaneciendo. Pero el ordenamiento de los objetos convocados por cada letra permaneció invisible en la fija sucesión de sus sonidos iniciales, mágico conjunto de signos con los cuales articulamos las infinitas, cambiantes palabras de nuestras lenguas.

Amén: El latín amen y el griego am
n vienen de la expresión hebrea de certeza y seguridad, āmēn (raíz a-m-n), “así sea”, usada en ámbito cultual y derivada probablemente del egipcio amon.

Bahamas: No hay en la etimología de esta palabra grandes certezas. Sin embargo, hay en la discusión surgida al respecto datos interesantes. Una primera corriente de estudiosos identifica el origen del topónimo de las Bahamas en “Bajamar”, apelativo que Cristóbal Colón habría dado a las primeras islas con que se toparon sus embarcaciones, a causa de la escasa profundidad de las aguas que las rodeaban. Las apacibles “Islas de Bajamar” o “Islas Lucayas”, del nombre de sus habitantes, habrían sido bautizadas aproximativamente “Bahamas Islands” por los súbditos del rey inglés Carlos I, que las conquistaron hacia mediados del siglo XVIII. Sin embargo, el apelativo “Bahamas” figura ya en varios mapas del s. XVI y en el III acto de la comedia “La entretenida” de Cervantes, de 1615, en donde se menciona el “Canal de la Bahama”. Así, desechando la primera teoría, otra corriente de estudiosos defiende la asociación del nombre del archipiélago con el mítico Behemot hebreo, habitador, junto con el Leviatán, del abismo de donde manan las aguas del mundo. En el libro de Job se lee:

“Presta atención a Behemot: se alimenta de hierba como el buey. Mira qué fuerza en sus riñones, qué vigor en los músculos de su vientre. Endereza su cola como un cedro, se entrelazan los nervios de sus muslos. Sus cartílagos son tubos de bronce, sus huesos son como barras de hierro. Es la primera de las obras de Dios, quien lo hizo rey de sus compañeros. Le pagan tributo las montañas y todas las fieras que en ellas retozan. Debajo de los lotos se revuelca, en la espesura de cañas y de juncos. Le cubren los lotos con su sombra, le rodean los sauces del torrente. Aunque el río anegue, no se asusta; quieto está aunque el Jordán le llegue al hocico. ¿Quién podrá apresarlo por los ojos o taladrarle la nariz con una estaca?” Libro de Job (XL, 15-24).

Esta asociación no parece tan descabellada, si tenemos en cuenta que en su Diario del primer viaje, el Almirante anota la existencia de varios animales mitológicos (caníbales, sirenas…), provenientes del imaginario medieval presente en bestiarios y leyendas de navegación. Por otro lado, Yosef Ben Haleví Haivrí, judío convertido bajo el nombre de Luis de Torres, fue el intérprete de Colón en su primera travesía, y una leyenda quiere que, hallándose frente a la inexplicable presencia de tribus indígenas en el Nuevo Mundo, se hubiera dirigido a ellas en hebreo, considerándolas provenientes de alguna de las tribus perdidas de Israel.

Europa: El nombre del Viejo Continente ha sido frecuentemente relacionado con el mito griego de Europa, la bella fenicia hija de los reyes Agenor y Telefasa de Tiro, que fue raptada por Zeus, bajo forma de manso toro blanco, y transportada hasta la isla de Creta. Aunque la narración mitológica, que alude a la travesía de la joven sobre el lomo del toro divino, parece rememorar el viaje del término desde el antiguo Canaán hasta el universo insular griego, la palabra Europa no fue una invención helénica. El griego Eur
, registrado ya en el siglo VIII a.e.c., designaba exclusivamente la región ubicada al Norte de Grecia, y deriva del semíticoérev (acadio erēbu), que significa “[Región del] Sol Poniente”. De manera simétrica, el apelativo Asia, que en el s. VII a.e.c. designaba la costa de Lidia, deriva del acadio āsū, literalmente “salir, amanecer”, y era, por lo tanto, la “Región del Sol naciente”. La antigua medialuna fértil, cuna de las primeras ciudades de la humanidad, es, así, el eje a partir del cual se articulará la conocida división del mundo en Occidente y Oriente. No parece entonces del todo descabellada la idea medieval de considerar esta franja del mundo como meridiano primordial, místico, de los mapamundis, y de situar a Jerusalem en el centro de la tierra habitada.

Gasa: Nos hallamos aquí frente a un caso distinto: no son ya los nombres de objetos o referencias los que se inscriben sobre la tierra, sino al contrario: el castellano gasa proviene del francés antiguo gaze, a su vez derivado de la antigua ciudad de Gaza, donde se creía que era producida la sutil tela semitransparente usada para delicados vestidos o curaciones médicas. No ha sido esclarecida con certeza la etimología del nombre de la ciudad, pero algunos estudios la relacionan con el hebreo ‘Azzāh, “fuerte”.
Mesías: El latín tardío messias y el griego messías derivan del arameomeshīhā, del hebreo māshīa, literalmente “el ungido”, de māsha, “ungió”.

Querubín: La presencia más remota de este término es el acadio kuribu, que dio el asirio y babilonio karabu y el hebreo kerū
. Es del plural hebreokerūīm que deriva la forma griega τά Χερουβ(ε)ίμ (tà jerubím) y latina,cherubim. En acadio y sus derivados asirios y babilonios significaba “grande, poderoso”, al igual que “propicio, bendito”, acepción de la que derivó el uso del vocablo para designar los guardianes sagrados de las puertas, normalmente representados en forma de toro alado con cabeza humana. En la tradición judía, poco propensa a las representaciones estatuarias, se mantuvo la descripción oral de estos antiguos genios protectores, que pasó a la liturgia cristiana primitiva, para designar la segunda jerarquía de ángeles, después de los serafines. Las portentosas criaturas divinas que custodiaban las puertas de los templos mediorientales perdieron su naturaleza bestial en su viaje hacia Occidente, cuando el aspecto animal fue considerado inapropiado por los artistas medievales, que, hallándose frente a la tarea de darle forma y color a las Escrituras, optaron por su representación antropomórfica. Más tarde, la iconografía renacentista tomaría de los cupidos romanos el modelo infantil, rollizo y juguetón de su retrato, triunfante en Occidente hasta nuestros días.

Satán: Es de origen hebreo uno de los apelativos con que la cultura judeocristiana ha nombrado el mal. El latín tardío Satanas deriva del griegoSátanas, y éste a su vez del antiguo hebreo Śāy
ān, que ha sido traducido normalmente como “adversario”. Sin embargo, se trata de una traducción aproximativa, que puede ser matizada si se tiene en cuenta el contexto más amplio que existe en el árabe para la raíz semítica ś-y-t. De hecho, en árabe aún subsisten de esta raíz las palabras śayyata, literalmente “quemar, arder, chamuscar”; aśāta, “destruir, aniquilar, matar”; śaytī, “torbellino de polvo”; Śāyān, “Satán, Diablo, Demonio”; śāta, “encenderse de ira”. En particular, de śaytī, “torbellino de polvo”, puede depender, según algunos estudiosos, la conexión del nombre de Satanás con los vientos devastadores provenientes del desierto, asociados a la idea de infierno, mal y destrucción.

Serafín: Los serafines tienen una historia similar a la de sus hermanos, los querubines. La palabra castellana serafín deriva del hebreo serāphīm, plural de sārāph, que significaba “[serpiente] de picadura ardiente”. Las Escrituras describen a los serafines como serpientes de fuego voladoras que custodian a Dios, dotadas de tres pares de alas. La cultura cristiana asignó a las serpientes una connotación negativa que no poseían en las culturas mesopotámica, egipcia y grecorromana, en donde gozaban de alta consideración. Se trataba, en efecto, de animales protectores, que custodiaban saberes vedados a buena parte de los mortales, relacionados por lo general con la tierra, con la que tenían íntimo contacto. Comúnmente, también, eran asociadas al principio de la vida, por su movimiento ondulante, similar al del agua. Para los teólogos cristianos del Medioevo, la cercanía de las temibles y despreciables serpientes al Ser Supremo representaba, en cambio, un contrasentido, por lo que en la iconografía cristiana la imagen animal fue sustituida por la de los ángeles de singular hermosura que ocupan el primer coro celestial.

Sodomía: Es conocida la derivación de la palabra española sodomía de la mítica ciudad de Sodoma, pero lo que poco se sabe es que en su núcleo se halla la raíz hebrea sod, que significa “secreto”. Así, lo que es considerado aberrante, fuera de la norma, es también secreto, que etimológicamente es aquello que se encuentra separado, y por lo tanto oculto.
Como en este caso, y como hemos podido observar en nuestro breve recorrido, hay un secreto en cada una de las palabras de la lengua, un fuego central, del que la forma actual se aleja más o menos, pero que resuena invariablemente en la sustancia viva de la que está constituido cada idioma. Descubrir ese secreto, desenterrar la maravilla que encierran las palabras, es, a nuestro parecer, la gran belleza del estudio de su biografía, que esperamos haber podido sugerir en nuestro pequeño repertorio.


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