Hacía rato que se había dado cuenta. En realidad, lo había notado unas pocas semanas después de llegar de Foz de Iguazú, cuando salió de Argentina y se exilió en São Paulo.
Al principio había tenido vergüenza de
comentarlo con los pocos argentinos del exilio con los que se había vinculado,
todos preocupados con la idas y venidas a la Curia metropolitana, o al palacio
del Dops en el parque Dom Pedro, donde iban a retirar las visas provisorias
cada tres meses, intercaladas con los viajes semestrales al Paraguay para
sellar la entrada al país que nos acogía con tanto cariño.
No se lo había contado a nadie, pero Juancito
sabía que el cálculo de los españoles e ingleses –los que primero se habían
preocupado con las profesías de los mayas- estaba equivocado. El fin del mundo
no sería el 21 de diciembre de 2012, sino exactamente un día y 19 horas después
de lo que siempre se interpretara entre los entendidos.
Los mayas, antes de su misteriosa
desaparición como civilización mesoamericana, habían usado un sistema de
numeración vigesimal que incluía el concepto del cero. El sistema se
basaba en puntos y barras: un punto representaba una unidad y una barra
representaba cinco unidades.
A este sistema de puntos y barras, parecido
al que usamos hoy en día en las computadoras -1 y 0- se lo llama un sistema
binario. Usando diferentes posiciones del uno y del cero, los mayas
hacían cálculos complejos, incluso varias operaciones astronómicas, que
computaron con bastante precisión. Los primeros astrónomos españoles e ingleses
que lo estudiaron quedaron fascinados.
La culpa del error que Juancito había
descubierto, si es que así puede llamárselo -un error-, fue en realidad de los
europeos: en los años de 1600, el calendario gregoriano había rehecho las
cuentas de la historia de la humanidad a partir del nacimiento de Cristo.
Pero este calendario también muestra otras
polémicas y discrepancias. En 527, Dionisio el Exiguo calculó
que el nacimiento de Cristo había ocurrido el 25 de diciembre de 754, después
de la fundación de Roma pero, como se sabe hoy, se equivocó por cuatro años.
Sus cálculos, sin embargo, fueron aceptados a pesar de que se suponía que
estaban equivocados, por lo menos en cuatro años en relación a la fecha exacta
del nacimiento de Cristo.
Más tarde –según me contaba Juancito- en el
siglo VII, el papa Bonifacio IV definió lo que ahora se llama la Era Cristiana,
que es un concepto adoptado en todo el mundo occidental. Carlomagno usó este
calendario oficialmente, y España empezó a utilizarlo en sus documentos hasta
el siglo XIV. De esta forma fue que se dividió la historia en dos periodos: a.C
y d.C -antes y después de Cristo- nacido en el llamado “año uno”.
-En el año de 46 a. de C. Julio
César terminó con el calendario lunar e implantó el uso del calendario Juliano,
un calendario solar que establecía la duración del año en 365,25 días, y
contenía meses de 30 y 31 días, excepto febrero que tenía 28 días y 29 en los
años bisiestos- me dice Javier que le contaba Juancito en los primeros años de
su exilio en São Paulo.
-Pero el astrónomo encargado de calcular la
duración del año se pasó 11 minutos y 14 segundos- aclara Juancito con una
sonrisa de triunfo.
-En aquel momento, el error no tuvo ninguna
importancia, pero a mediados del siglo XVI el calendario ya llevaba acumulados
10 días de adelanto en relación a las estaciones naturales del año. Por ese
motivo, en 1582, el papa Gregorio XIII ordenó que se revisara el calendario, que
pasó a ser conocido entonces como gregoriano, y ese año se suprimieron los días
comprendidos entre el 5 y el 15 de octubre- agrega.
Uno de los grandes errores con origen en ese
embrollo gregoriano, es lo que hoy sabemos como una verdad a medias: que Cervantes
y Shakespeare murieron exactamente el mismo día. Esto no es más que una media
mentira. Cervantes murió el 23 de abril de 1616, según el calendario
gregoriano, vigente ya en España. Shakespeare también falleció, es cierto, el
23 de abril, pero del calendario juliano (fecha que
corresponde al 3 de mayo en el gregoriano), que en aquella época
era el que regía todavía en Inglaterra. Es decir, diez días más tarde.
Juancito me decía además, que en realidad no
existió un año cero, ya que el año empieza a las 12 de la noche del fin del año
anterior, y termina a las 12 de la noche del fin de año del año 1. Pero este
año no puede contarse como 1 sino tan sólo al final; es decir, sólo puede
registrarse como el año 1 de la Era Cristiana en el momento en que este se
cumple. Ocurre lo mismo que con la edad de una persona.
-Por otra parte- insistía, se entusiasmaba y
gesticulaba Juancito- cuando se empieza con la cuenta de la Era Cristiana, no
había aún el concepto matemático del cero.
-Los
antiguos mayas, como todos saben ahora- agrega
Juancito- fueron genios matemáticos, con virtudes que usaron a menudo en
algunas aplicaciones formidables, principalmente para fines religiosos y
sobre todo, para llevar las cuentas del tiempo, lo que para ellos tuvo un
sentido sagrado. Los mayas diseñaron
el uso de calendarios de gran precisión, que tuvieron también
otras aplicaciones importantes, en la ingeniería y el diseño en general.
Juancito, por otro lado y según fui
percibiendo a lo largo de estos últimos 30 años, sabía que el mundo, tal como
se lo conoce hoy, puede tener un fin previsible, ya que alguna vez comenzó.
-Y eso es algo en lo que coinciden tanto los
teóricos del Big Bang como la mayoría de los mitos de todas las religiones- me
argumentaba Juan, ya en las largas primeras horas de las madrugadas que
pasábamos en el Bar Riviera, de la Rua Consolação, en los años 80.
Pensaba también que, más probable incluso, es
que el fin de la humanidad ocurra mucho antes que el fin del universo, aunque
este mismo mundo pueda reciclarse y vuelva a empezar después de su
destrucción.
Y por fin, casi en la víspera del día fatal
previsto por los mayas –el 21 de diciembre de 2012- Juancito me busca para
contarme las decenas de planes e ideas sueltas que se le habían ido ocurriendo
desde nuestro lejano desembarco en São Paulo como exiliados; como el verdadero
fin del mundo solo ocurriría al anochecer del 23 de diciembre -y no el 21, como
todos suponían-, había pensado en mejorar su situación financiera vendiendo
refugios subterráneos para los más valientes, los que decidieran desafiar la
maldición maya y sobrevivir. Se imaginaba que mucha gente no sabría qué hacer
con la segunda cuota del aguinaldo que recebirían el dia 20 de diciembre; y
sobrevivir era una buena inversión.
Luego, sin embargo, y arrepentido del cierto
individualismo de esa idea, decidió volver a nuestros orígenes combativos y
contactar a otros camaradas que estuvieran dispuestos a enfrentar el desafío:
formaríamos grupos de acción directa que, valiéndose de la situación de
confusión del día 21 de diciembre, atacarían simultáneamente los bancos y
grandes supermercados, acumulando stocks de comida y de dinero para enfrentar
los desafíos de la catástrofe.
Las acciones serían también una especie de
detonante foquista, a partir de las cuales se convocaría a los grupos más
radicales de los ecologistas, luchadores sociales de la igualdad de género y
racial, y claro, también a las bases obreras y de trabajadores más
desfavorecidas, sobre todo a los que habitan en favelas y a los sin-techo.
Se acercaba el 21 de diciembre, primera fecha
que todos los científicos sensatos pensaba ser la del fin del mundo, y
Juancito, el Viejo Pedro Milesi y el Indio me llaman para una reunión urgente.
- Mirá Javi, estamos todos ya un poco
maduros, tal vez demasiado, para esta tarea, pero hay más de doscientos jóvenes
de todas las edades, listos para salir a la calle y empezar la ansiada lucha
por un poder popular. Mañana debe empezar el frenesí de la gente atrás de
refugios y alimentos. Nos quedan menos de 18 horas para lanzar las primeras
acciones, y contamos con tu participación- me largó Juancito y las
miradas severas del Viejo Pedro Milesi y del Indio (al que le descubrí , sin
embargo, una cierta sonrisa irónica en la expresión) no me dejaban dudas de la
seriedad del caso.
Mientras transcurrían las últimas 48 horas
antes del fin del mundo -que la mayoría pensaba haber interpretado de los mayas
que ocurriría en la fecha del 21 de diciembre de 2012- los grupos de acción
directa comandados por Juancito, Milesi y el Indio tomaban 14 batallones de la
policía militar y seis bancos de los que recogían más de dos millones de
reales.
-La predicción maya del fin del mundo ha sido
un error histórico de interpretación- escucho que dice en la GloboNews el
arqueólogo del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, Orlando
Casares, que explicó que la medición temporal de esta antigua cultura era
basada em la observación de los astros. –Ellos se fijaban en los movimientos
cíclicos del sol, la luna o venus, y de la misma forma medían sus eras, que
tenían un principio y un final.
-Para los mayas no existía la concepción del
fin del mundo, por su visión cíclica- me cuenta Juan mientras termina de
empaquetar las molos con las que tendríamos que detener a los militares en las
calles y avenidas cercanas, en caso de querer acercarse a los centros
recuperados- y aclara:
-La era toda cuenta con 5.125 días, y cuando
esta se termina, comienza otra nueva, lo que no significa que durante ese
momento vayan a ocurrir grandes catástrofes; simplemente los hechos cotidianos,
que pueden ser buenos o malos, pueden volver a repetirse-.
-El año de los mayas se dividía entre un
calendario de 365 días, llamado Haab, que medía las tareas cotidianas -la
agricultura, las ceremonias caseras o domésticas-. Pero por otra parte también
había otro menor, de 260 días, que regía la vida ritual, llamado el Tzolkin. La
mezcla de ambos calendarios permitía que los ciudadanos se organizasen. De este
modo, por ejemplo, el agricultor podía salir a sembrar, pero sabía que tenía
que preparar también las festividades de sus dioses, o sea: no podía separar lo
religioso de lo cotidiano- cuenta Juan y me entrega dos bolsas llenas de molos.
Ambos calendarios formaban la Rueda
Calendárica, con un ciclo de 52 años, que era el tiempo que los dos tardaban en
coincidir en un mismo día. Para hacer el cálculo de períodos más largos usaban la
Cuenta Larga, que era dividida en varias unidades de tiempo. La más importante
era el "baktun", un período de 144.000 días; en la mayoría de las
ciudades 13 "baktunes" formaban una era y, según sus cálculos, el 22
de diciembre de 2012 –o sea, mañana, agrega Juancito- terminará la presente.
Mientras tanto, los comandos populares
dirigidos por Juancito, el Viejo Pedro y el Indio seguían acumulando éxitos en
cada acción. Y ya estaban cercando el aeropuerto de Congonhas cuando se sintió
un enorme temblor.
Las
luces del hall se volvieron mortecinas; se prendieron y apagaron unas cuatro o
cinco veces, mientras un viento feroz, extemporáneo, violento y helado sacudía
desde el sur todos los árboles de la ciudad de São Paulo, en pleno 21 de
diciembre, casi a las vísperas de la Navidad de 2012.
La
tierra se abrió debajo de los pies de Juancito, y de golpe todo se puso oscuro.
Abrió los ojos, todavía aferrado a la Uzi en la mano derecha y con
una de las bolsas de molos en la otra, y sin tiempo de sentir miedo. Estaba
delante de una especie de hall subterráneo, quizá a muchos metros debajo de la
superficie. Un hombrecito muy viejo barría con una escoba de pichana una pila
enorme, descomunal, de basura y escombros. Juan se asomó a una entrada en la
que se escondía una cueva oscura, de la que salían ruidos y gritos, llantos y
maldiciones.
El
Maligno vive en los diversos lugares de la tentación, en medio del juego
y del placer desmedido, pensó Juan. Miró hacia adentro de la caverna y se animó
a andar unos metros. Cuando los ojos se le acostumbraron a la semipenumbra pudo
ver algunas figuras conocidas.
En
medio de las llamas más altas y antiguas ardían los cuerpos envejecidos y
enfermos de varios dictadores, todavía con sus uniformes y medallas
relucientes: Franco, Pinochet y Videla se destacaban del conjunto, pero sin
esforzarse mucho, Juancito pudo contar otros doce o quince milicos, todos
ardiendo y aullando de dolor eterno.
El
Supay –alto y orgulloso de su papel central- parecía estar dirigiendo la parte
más lúdica de la reunión en la salamanca, y conversaba con sus súbditos más
cercanos, los sapos, víboras, duendes y otros desdichados que le vendieron su
alma a cambio de alguna gracia terrena. En el fondo del primer gran salón, poco
antes de las fogatas en que ardían los tiranos, pasaban brujas, almas
condenadas, y demonios de otros infiernos. Juan se agacha y se encoge para no
ser visto, ahora sí, un tanto asustado; ve que al entrar a la cueva los
condenados le besan las ancas a un carnero y luego se entregan a la farra. De
lejos ya puede oírse el estruendo de la música y las locas carcajadas de los
condenados, que van a estar varios días sin dormir y ni se les va a notar el
cansancio.
Además,
dice Juancito que le contaba don Andrés Chazarreta, los de la primera sala son
los agraciados por el Supay con alguna virtud en el arte de los instrumentos, o
con la capacidad del canto, o la oratoria, y esto se lo había confirmado muchos
años atrás Israel Vilhas, que era un virtuoso de la palabra. Y debe ser verdad,
porque mi abuelo Samuel decía que conoció un obrero ferroviario que lo había
besado al carnero en una zanja de La Quebradita de Tafí del Valle,
que después de eso, casi no envejecía.
-Es
que los ardides del Supay para lograr sus objetivos son infinitos- nos cuenta
Juan -desde aparecerse como un niñito ingenuo, o incluso en la figura de una
mujer linda y tentadora, así pone al alcance de los incautos y descreídos
todas sus artimañas.
Pero
no tuvo coraje Juancito para seguir espiando las farras del Mandinga, ni
estómago suficiente para presenciar los tormentos de Videla, Franco y Pinochet,
ardiendo en el fuego eterno. Le dio las espaldas y salió, no sin antes
encontrarse con decenas de comandantes de la policía militar y centenas de
narcotraficantes, capitalistas salvajes, ambiciosos y sin escrúpulos. Bajó por
otra entrada que encontró a unos pocos metros de la primera, ya que no veía
nada que lo llevase hacia arriba, a la superficie de la tierra. Y después de un
largo andar en las penumbras, se vio adelante de otro círculo de lo que después
vino a saber que era nada menos que el infierno de los muertos.
La
entrada de este segundo círculo estaba tapado, como el primero, por una montaña
descomunal de escombros, en la que dos viejitas se esmeraban por separar las
partes reciclables de lo que podría llamarse basura; plásticos, cajas, latas, cartones
y botellas se acumulaban del otro lado de la cueva, más iluminada y fresca que
la anterior, lo que le permitió a Juancito avanzar casi veinte metros antes que
un calor húmedo y sofocante lo parara de golpe. En una especie de trono, una
silla alta de esas de las antiguas cátedras universitarias, un señor con más de
noventa años, pelo blanco ondulado y gruesos bigotes, dictaba largas y
ponderadas sentencias:
- Balzac,
el de La Comedia Humana, decía que el novelista es un
historiador privado que hurga en la vida cotidiana de las naciones. Quiere
decir que, mientras los historiadores narran la gran Historia, con H mayúscula,
sus batallas, gobiernos, y personajes notables, el novelista remueve la
memoria privada, los hechos y costumbres de los innúmeros personajes menores
que la pueblan y la construyen. Nuestro compañero Villanueva parece ser un
historiador de cosas más bien pequeñas, y a veces el personaje narrador de la
historia -o los varios que la cuentan, mirando a través de sus “ventanas”- es
un tanto autobiográfico. Villanueva y su narrador se asoman en varias partes
del relato, contando el pasado como una realidad vivida, o como una ficción
literaria, hecha de la misma materia fantástica con la que se fabrica un sueño
y su hermana malvada, la pesadilla. Su historia es un entrecruzar de diversos
discursos y de miradas variadas, relatada por los abuelos y los tíos, por los
compañeros, políticos y guerrilleros, y a veces por sus hijos, hermanos y
primos. Ellos transparentan el interior, lo privado y cotidiano con lo
exterior, lo público; cruzan lo real y lo imaginario, la conciencia y lo
emotivo; el amor y la fatalidad del desamor con la decisión firme y tenaz del
héroe que no sabe que lo es; o se cree, incluso, un antihéroe. A veces parece
que nuestro compañero ve que con la memoria puede iluminar un determinado
momento con más fuerza que a través de la reconstrucción histórica, pintando en
detalles “la morada vital” –como diría Camilo Cela- de un pueblo en un instante
dado, algo que le es exclusivo e especial, distinto de cualquier otro tiempo,
sitio o comunidad-escucha Juan y la voz del viejo le parece conocida.
Se
acerca más, y de a poco reconoce la voz; hay un timbre especial en la falsedad
y la traición, la pusilanimidad del que tuvo miedo y engañó a sus compañeros
para salvarse; Israel Vilhas hace su discurso y se relame los bigotes, feliz de
contar con una audiencia de pequeños condenados al purgatorio de los
intelectuales.
Juancito,
harto de los devaneos literarios de Israel, no logra contenerse y sale de su
escondrijo detrás de las paredes de piedra de la caverna y lo increpa al viejo:
-Veo
que la estás pagando…pero no te voy a juzgar ahora, después de tantos años; no
tendría sentido; además te zafarías diciendo que lo que hiciste eran
“pecadillos de juventud”, ¿no?
—Tiene
Ud. razón, no acepto que nadie me condene— le dice Vilhas, sonriéndose irónico,
acordándose tal vez de la sutil satisfacción de saberse buscado, querido,
respetado, y de ser el causante de la preocupación de tantos amigos y
camaradas, a los que había dejado sin noticias, creyéndolo secuestrado,
desaparecido y muerto. Pero su tono quejoso le dice a Juan que sintió
remordimiento, un profundo sentimiento cristiano y judaico de culpa, de
vergüenza por haber huido y largarnos a todos.
—Pero
igual le agradezco su comprensión, Juan— casi murmuró, avergonzado, Vilhas,
todavía sin reconocer en Juancito al revolucionario, valiente e íntegro, que
nunca le podría perdonar la traición y la fuga.
Y
de pronto apareció otra vez el Supay, y se acordó el Viejo que no se había
presentado todavía: —Israel Vilhas, encantado— hizo un gesto elegante y mundano
el Viejo Vilhas.
—Y
yo soy el Demonio, mucho gusto— cuenta Juan que con un rugido le arrebató el
Malo la presentación al Viejo.
—Ya
nos conocemos, lo vi a Ud. escondido, espiándome atrás del galpón de un kibutz,
cuando me fui de Buenos Aires, en el 76,¿se acuerda?— le dijo Israel al
diablo.
—Pero,
señor Mandinga, ¿podría decirme por qué estoy acá? ¿no le interesa mi
alma? Si se trata de hacer un trueque, le cuento que lo único que quiero es el
amor de la mujer que me enloquece hace años. Se llama Vivi— baja la mirada el
Viejo, púdico, y el hedor a azufre se filtra por debajo de las piedras de la
caverna.
—Sí,
sí, Vilhas, ya lo sé, Vivi...Vivi, linda mina, ché, medio parecida a Sofía
Loren,¿no? Dientes blancos, fuertes... dientes y músculos, como diría Caetano.
Me acuerdo, pero a esa chica se la entregué hace un buen tiempo a otro intelectual,
que también se dedicó a la política en la misma época que Ud. El Pelado Rafa, ¿lo
recuerda? sólo que él era un hombre de acción, decidido y viril, un verdadero
revolucionario; el Rafa murió hace poco en el mar, en una lancha, ¿sabía?—
el diablo lo entristece y lo sorprende a Israel con la noticia.
—Pero,
aunque su rival se murió, Vivi sigue enamorada de él, ¿sabe?, y por eso no
lo quiere a Ud. Lo lamento mucho— terminó el Mandinga, dejándolo mudo, triste y
en el declive definitivo rumbo a la muerte al viejo escritor, al político
tránsfuga de su propia clase social, que se arrepintió, tal vez por humano
temor, por un terror exagerado, por decepción o por simple cansancio, y huyó de
nuevo; pero esta vez sus pasos iban hacia la jubilación, el destierro de la
vejez, el piyama y las pantuflas, el exilio de la decrepitud y la muerte
solitaria.
—Claro,
sí, entiendo— repetía, cabizbajo y abatido, ya girando lentamente sobre sus
talones para perderse en la oscuridad del segundo círculo del infierno, el
viejo Vilhas- cuenta Juan y se entristece al recordar que el peligroso
intelectual de los años sesenta y principio de los setenta se asustaría tanto
que huiría un buen día sin ofrecer combate, cambiaría de país y de vida,
decepcionando a muchos, dejando en el estupor absoluto a varios de sus
camaradas más próximos, al Yuyo, al Caballo Augusto, a Agustín y Javier, y al
mismo Rafa.
Pero
pronto se olvida Juancito del Viejo Vilhas y su pusilanimidad, y avanza a
tientas hacia el tercer círculo de los infiernos. Y otra vez se topa con la
montaña de escombros y basuras. Una entrada más estrecha esta vez, menos
iluminada, pero sin tanto calor. Avanza y empieza a sentir frío, por primera
vez desde el temblor que anunció el tan esperado Fin del Mundo de los mayas, y
que lo había arrojado en las profundidades de los círculos dantescos. Era el
tercer círculo, el de los mentirosos y los falsarios más peligrosos. El de los
traidores de grueso calibre. Y allí los vio a Palmiro Togliatti y a dos o tres
de sus jefes partisanos, congelados para toda la eternidad por haber entregado
los sueños de casi 300 mil guerrilleros que vencieron a los nazis que habían
invadido su patria, Italia. Congelados hasta la cintura y picoteados por
pájaros del pecho para arriba, los viejos comunistas italianos pagaban sus
traiciones al pueblo que tanto había confiado en ellos.
Cien
o doscientos metros más al fondo, pero todavía en el tercer círculo, vio
Juancito la cabeza grande, los hombros fuertes de campesino de José Stalin.
Solo la cabeza y los hombros, porque el resto del cuerpo había desaparecido,
comido por las aves negras que no paraban de revolotear a su alrededor, desde
1953. Y también vio Juan a varios jefes del PCE, los estalinistas españoles que
desarmaron a los combatientes del POUM y asesinaron a Andrés Nin.
Nuevo
temblor y más oscuridad: Juancito se arrastra por los túneles del tercer
círculo de los infiernos y sale, casi reptando, a un claro, a pocos metros de
la montaña y debajo de enormes árboles.
Se
fija mejor y nota que está en Córdoba, enel Paseo Sobremonte, a menos de tres
cuadras de las oficinas de Vialidad. Ve una especie de escenario como de
cartones o placas superpuestas; se le nubla la vista, pero distingue en el
primer plano, un paisaje tropical: árboles frondosos y montes. Un poco hacia
atrás, en un segundo plano, un claro en la selva: troncos secos, restos de fuego
y gente muy pobre, tirada sobre la tierra polvorienta y pisada; reconoce el
escenario triste de la derrota paraguaya de Cerro Corá.
Solano
López y Felipe Varela descansan y conversan a la sombra de un árbol quemado;
Liborio Justo y Severino Di Giovani discuten a unos pasos de allí. Luis Carlos
Prestes y Lamarca lo escuchan atentamente a Garibaldi. Los paraguayos se pasean
hablando en guaraní, con sus enormes termos con tereré. A los uruguayos de
Artigas se los ve reunidos, con muchos niños a su alrededor, sin largar el mate
y la yerba. Más cerca de la entrada principal de la caverna, el Chacho Rubio y
el Pelado Rafa lo miran raro a Juancito, con benevolencia o simpatía, no logra
distinguirlo, pero le hacen unas señas que él no entiende y trata de acercarse
un poco más.
Se
levanta de pronto un viento glacial, pero Juancito ya puede escucharlos: —No tengás miedo Juan, es la ley de la vida— dice el Rafa.
Carlitos Fressie está un poco más atrás, se acerca y le habla: —Es así que
son las cosas, nomás; preparáte para el viaje, hermano—. En el centro de la
escena se aparece el Diablo, semidesnudo a pesar de la nieve rala que empieza a
caer en el Paseo Sobremonte, que de pronto ya no está más en Córdoba, sino al
lado de la bahía, en la costa de San Julián.
Y el
frío patagónico no lo conmueve al Malo, que se ríe y lo provoca al Juan:
—¿Y?
¿Ya preparaste la valija? ¿Vamos a empezar el largo viaje?—.
Pero
los camaradas, héroes de la juventud del Juancito -que se han mantenido fuertes
y saludables porque murieron cuando eran todavía muy jóvenes, y tal vez lo
entienden y respetan aún más ahora, que ya es un viejo- junto con Prestes,
Lamarca y Severino de Giovani, lo despiden, y le dan coraje; lo saludan con
cariño y le dicen que se cuide para no confundirse. Que no vaya a perderse por
los caminos enmarañados del Demonio.
La
profecía de los mayas por fin se cumplió, 29 horas y media más tarde que lo que
había sido prevista. Juancito tenía razón nomás.
FIN
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